…
Nobuhiro recorrió el pasillo con el niño en brazos alejándose de la última lámpara de papel. En el ala de invitados solo estaba el sobrino del chambelán. Mientras se adentraban en la oscuridad pudo notar los saltos del corazón de aquel chico contra su pecho. Varias estancias más adelante, abrió una shoji a su izquierda y entró. Se detuvo un momento en la oscuridad. Necesitaba pensar. Poco a poco sus ojos se acostumbraron. La luna traslucía tenue el grisáceo papel de arroz. Miró al chico. Inmóvil. Los ojos inertes. En la pared lateral, una escena quedaba iluminada. Una carpa, a la luz del día seguramente de vivos colores naranja y plata, saltaba del agua en un estanque. Eso es.
Cruzó la estancia y abrió lentamente la shoji que daba al jardín. El frío de la noche se escabulló dentro. Observó el amplio porche que rodeaba el edificio alargándose a ambos lados para doblar hacia el muro sur, atrapando aquél rincón cuadrado de jardín que siempre estaba silencioso en invierno. Cubierto por la nieve era un mosaico de blancos violáceos y sombras a la luz de la luna. Algunos copos caían perezosos en la oscuridad esquivando las ramas de los árboles desnudos y las copas de pinos y abetos. Como disfrutando del lento descenso. El sonido del riachuelo que cruzaba los jardines serpenteaba bajo el pequeño puente de madera. El camino que llevaba hasta él desde la casa estaba cubierto por una alfombra blanca. Recordó el invierno anterior. En aquel puente vio por última vez a Yashiko.
No había guardia. Salió y cerró tras de sí. Miró al cielo. Solo algunas nubes largas como estelas de cometa nadaban raudas en él. La luna casi llena. Se apresuró a recorrer el porche hacia su izquierda, hasta el extremo sur. A escasos metros de la fría piedra de los muros. Bajó al niño al suelo y se arrodilló junto a él.
– ¿Sabes nadar?
La mirada del niño aún caía. Le cogió de la barbilla obligándole a confrontar sus ojos negros.
– ¿Sabes?
Parpadeó y asintió.
Nobuhiro bajó a la nieve y rebuscó. La encontró medio enterrada. Volvió a subir al porche y limpió de nieve con la manga de su kimono de seda azul la roca que había recogido, que sería del tamaño de cuatro puños.
– El riachuelo pasa bajo la muralla.
El niño miró el somero río que discurría por entre la arboleda. La escarcha había cristalizado las orillas. Nobuhiro le quitó el kimono dejándolo desnudo y envolvió la roca con él.
– Cuando llegues al otro lado, sal del agua enseguida y sube la rivera izquierda.
El niño observó en silencio como desataba el sageo[1] añil de su obi[2] para atar la seda cerrando el paquete. Hizo un nudo corredizo.
– Tira de este extremo y se desatará –le mostró el lazo–. Usa el kimono para secarte. Tápate con él y corre, no te quedes quieto. Sigue cauce abajo hasta el poblado. Nada más salir de la arboleda, hay establos. Entra en uno y métete bajo la paja. Mejor si no hay cerdos. Habrá paja fresca y seca si hay bueyes. Procura quedar seco y tápate para pasar la noche. Vuelve a tu pueblo con el alba. Y dile a tu padre que queme este kimono.
El niño miraba su katana mientras él acababa de recoger el sageo. Algo le hizo fruncir el ceño a Nobuhiro.
– Sabes llegar a tu pueblo, ¿no?
Su pelo raído y sucio se removió con pereza cuando asintió.
Le cogió en brazos y le llevó por entre los árboles pintados de blanco hasta la muralla. El riachuelo se zambullía bajo la piedra con el rumor del agua escarchada. Le posó en la nieve y se acercó al muro mirando arriba. Se detuvo bajo un hueco entre árboles. Soltó cuerda y empezó a ondear el paquete atado al extremo. El niño miró como zumbaba cogiendo velocidad en círculos cada vez más grandes. Hasta que lo soltó lanzándolo hacia arriba, más allá del muro. Al poco un par de ramas crujieron a su paso mientras aterrizaba al otro lado.
Volvió junto a él y se arrodilló en la nieve. El pequeño temblaba como una hoja. Sus labios azulaban.
– Debes irte ya –le dijo señalándole el agua.
Se dirigió hacia la orilla hundiendo sus pequeños pies descalzos en la nieve. Miró el agua por un momento. Volvió hacia él. Y le abrazó con fuerza. Nobuhiro se quedó quieto un instante. Y luego le estrechó contra su pecho. Temblaba. No creyó que fuera solo de frío. Vio como el niño volvía de nuevo hacia el agua y le miraba una última vez.
– Vive –susurró. No creyó que le oyera.
Y el niño se zambulló. Le vio reaparecer un par de metros más adelante. Una pequeña cabeza de pelo negro que apenas se mantenía a flote chapoteando entre trozos de hielo. Cuando llegó al muro se sumergió y desapareció.
Nobuhiro corrió a la muralla y trató de escuchar a través de la piedra. El murmullo del agua era un rugido ensordecedor. La brisa de la noche resonaba como un tifón. Hasta que creyó oír un chapoteo. Y luego nada.
Quiso oírle arrastrarse por la nieve y huir.
Tras largo rato volvió al porche. Se sacudió la nieve del hakama[3] y las sandalias. Llevaba tabi[4] pero los pies se le estaban empezando a entumecer. Miró el jardín. Nunca había oído tan fuerte el correr del agua. La nieve seguía cayendo lentamente. Las nubes seguían corriendo bajo la luna. Respiró el aire nocturno contemplando las filigranas que el vaho de su aliento dibujaba. Olía a madera mojada y a piedra. Y empezó a rodear la casa por el lado este. En dirección a la caserna de guardia.
…
La gran campana de bronce repicaba con energía llenando con sus ecos el aire helado de la noche.
Las pisadas del lancero resonaban en la madera fría del porche del jardín sur. Corría entre las sombras de la luna hacia el ala de invitados. Cuando vio caminando con paso distraído a Akayama Nobuhiro. Al llegar a su altura se detuvo ante él y le iluminó con la lámpara de papel que portaba. Incluso bajo el grueso ropaje, se notaban sus brazos nudosos.
– ¡Akayama–san[5]! ¿Qué hacéis aquí? Un asesino ha atacado al sobrino del chambelán.
– He sido yo, Inoue–san.
El lancero quedó en silencio. Inmóvil.
– Ve a buscar al jefe Kondo. Estaré en el jardín principal.
Se perdió en los ojos de Nobuhiro al oír estas palabras. Negros y silenciosos como una cueva vieja. Hasta que reaccionó como un soldado. Obedeciendo. Corrió por donde había venido hacia la caserna de guardia. Dejándole en silencio otra vez.
Siguió por el porche hasta rodear el ala este y salir al jardín principal. Antes de bajar al camino empedrado que sobresalía entre la escarcha deshelada con sal, observó el ajetreo en la puerta principal. Los faroles de papel que portaban los guardias pintaban de naranja las sombras mientras se dispersaban por todos los caminos que rodeaban la casa. Las luces que se perdían entre las sombras de aquellos árboles, cruzados como pinceladas de tinta hechas por una mano temblorosa en un lienzo de nieve, le recordaron el festival Bon[6]. Con las plegarias flotando río abajo en la negra superficie del agua al anochecer.
Bajó al jardín y se encaminó al puente principal con las llamadas a armas de la guardia y el tañido de la campana de fondo.
...
El jefe de guardia Kondo Masamura encabezaba el pelotón que rodeó al traidor. Más de veinte hombres se dispusieron a ambos lados del pequeño puente de madera roja donde permanecía en silencio observando el reflejo de la luna en el riachuelo que cruzaba los jardines.
Ordenó el alto a sus hombres y se adelantó por el puente unos pasos. Cuando llegó a una distancia prudencial se detuvo.
– Akayama Nobuhiro –su voz vieja y ronca cortó la noche–. ¿Es cierto? ¿Has confesado?
El traidor se giró hacia él sacando las manos de las mangas de su kimono lentamente. Todos los guardias aferraron sus lanzas. Uno de los hombres de la guardia personal del chambelán dio un paso al frente su mano en la empuñadura. Aún estaba lejos para alcanzarlo en un ataque. Nadie más se movió.
Nobuhiro sacó parsimoniosamente de su cinto el sable aún enfundado en su saya[7] con la mano derecha. Y lo ofreció al jefe Kondo con la mirada inerte.
El jefe relajó su gesto y retiró la mano izquierda de su sable. Le observó por un instante y recorrió los tres pasos que les separaban sobre la fría madera. Al coger el arma de sus manos vio que no tenía sageo.
– Nobuhiro–kun[8]. ¿Por qué? –susurró mientras observaba el trenzado añil de la empuñadura.
– Recordé un poema.
La mirada de Masamura preguntó por él.
La camelia en el suelo
ha vaciado de ayer
el aguacero
– De Buson –dijo al oírselo recitar.
Le miró tratando de ver más allá de sus palabras. Y solo encontró silencio. Pero entendió.
– Has hecho una dura elección. Sea pues como has decidido.
Miró a sus hombres que trataban de oír su conversación. Y les hizo un gesto para que se acercaran. Rápidamente les rodearon. Solo dos hombres armados pasaban a la vez por cada lado del puente.
– Viniste aquí por si no aceptábamos tu rendición –sonrió al ver su mueca–. Tengo que quitarte también el wakizashi. El chambelán querrá verte.
Nobuhiro sacó el sable corto del obi y lo entregó también. Le ataron con las manos a la espalda y le escoltaron hacia la casa.
Un cuervo graznó en lo alto de un pino.
Nobuhiro recorrió el pasillo con el niño en brazos alejándose de la última lámpara de papel. En el ala de invitados solo estaba el sobrino del chambelán. Mientras se adentraban en la oscuridad pudo notar los saltos del corazón de aquel chico contra su pecho. Varias estancias más adelante, abrió una shoji a su izquierda y entró. Se detuvo un momento en la oscuridad. Necesitaba pensar. Poco a poco sus ojos se acostumbraron. La luna traslucía tenue el grisáceo papel de arroz. Miró al chico. Inmóvil. Los ojos inertes. En la pared lateral, una escena quedaba iluminada. Una carpa, a la luz del día seguramente de vivos colores naranja y plata, saltaba del agua en un estanque. Eso es.
Cruzó la estancia y abrió lentamente la shoji que daba al jardín. El frío de la noche se escabulló dentro. Observó el amplio porche que rodeaba el edificio alargándose a ambos lados para doblar hacia el muro sur, atrapando aquél rincón cuadrado de jardín que siempre estaba silencioso en invierno. Cubierto por la nieve era un mosaico de blancos violáceos y sombras a la luz de la luna. Algunos copos caían perezosos en la oscuridad esquivando las ramas de los árboles desnudos y las copas de pinos y abetos. Como disfrutando del lento descenso. El sonido del riachuelo que cruzaba los jardines serpenteaba bajo el pequeño puente de madera. El camino que llevaba hasta él desde la casa estaba cubierto por una alfombra blanca. Recordó el invierno anterior. En aquel puente vio por última vez a Yashiko.
No había guardia. Salió y cerró tras de sí. Miró al cielo. Solo algunas nubes largas como estelas de cometa nadaban raudas en él. La luna casi llena. Se apresuró a recorrer el porche hacia su izquierda, hasta el extremo sur. A escasos metros de la fría piedra de los muros. Bajó al niño al suelo y se arrodilló junto a él.
– ¿Sabes nadar?
La mirada del niño aún caía. Le cogió de la barbilla obligándole a confrontar sus ojos negros.
– ¿Sabes?
Parpadeó y asintió.
Nobuhiro bajó a la nieve y rebuscó. La encontró medio enterrada. Volvió a subir al porche y limpió de nieve con la manga de su kimono de seda azul la roca que había recogido, que sería del tamaño de cuatro puños.
– El riachuelo pasa bajo la muralla.
El niño miró el somero río que discurría por entre la arboleda. La escarcha había cristalizado las orillas. Nobuhiro le quitó el kimono dejándolo desnudo y envolvió la roca con él.
– Cuando llegues al otro lado, sal del agua enseguida y sube la rivera izquierda.
El niño observó en silencio como desataba el sageo[1] añil de su obi[2] para atar la seda cerrando el paquete. Hizo un nudo corredizo.
– Tira de este extremo y se desatará –le mostró el lazo–. Usa el kimono para secarte. Tápate con él y corre, no te quedes quieto. Sigue cauce abajo hasta el poblado. Nada más salir de la arboleda, hay establos. Entra en uno y métete bajo la paja. Mejor si no hay cerdos. Habrá paja fresca y seca si hay bueyes. Procura quedar seco y tápate para pasar la noche. Vuelve a tu pueblo con el alba. Y dile a tu padre que queme este kimono.
El niño miraba su katana mientras él acababa de recoger el sageo. Algo le hizo fruncir el ceño a Nobuhiro.
– Sabes llegar a tu pueblo, ¿no?
Su pelo raído y sucio se removió con pereza cuando asintió.
Le cogió en brazos y le llevó por entre los árboles pintados de blanco hasta la muralla. El riachuelo se zambullía bajo la piedra con el rumor del agua escarchada. Le posó en la nieve y se acercó al muro mirando arriba. Se detuvo bajo un hueco entre árboles. Soltó cuerda y empezó a ondear el paquete atado al extremo. El niño miró como zumbaba cogiendo velocidad en círculos cada vez más grandes. Hasta que lo soltó lanzándolo hacia arriba, más allá del muro. Al poco un par de ramas crujieron a su paso mientras aterrizaba al otro lado.
Volvió junto a él y se arrodilló en la nieve. El pequeño temblaba como una hoja. Sus labios azulaban.
– Debes irte ya –le dijo señalándole el agua.
Se dirigió hacia la orilla hundiendo sus pequeños pies descalzos en la nieve. Miró el agua por un momento. Volvió hacia él. Y le abrazó con fuerza. Nobuhiro se quedó quieto un instante. Y luego le estrechó contra su pecho. Temblaba. No creyó que fuera solo de frío. Vio como el niño volvía de nuevo hacia el agua y le miraba una última vez.
– Vive –susurró. No creyó que le oyera.
Y el niño se zambulló. Le vio reaparecer un par de metros más adelante. Una pequeña cabeza de pelo negro que apenas se mantenía a flote chapoteando entre trozos de hielo. Cuando llegó al muro se sumergió y desapareció.
Nobuhiro corrió a la muralla y trató de escuchar a través de la piedra. El murmullo del agua era un rugido ensordecedor. La brisa de la noche resonaba como un tifón. Hasta que creyó oír un chapoteo. Y luego nada.
Quiso oírle arrastrarse por la nieve y huir.
Tras largo rato volvió al porche. Se sacudió la nieve del hakama[3] y las sandalias. Llevaba tabi[4] pero los pies se le estaban empezando a entumecer. Miró el jardín. Nunca había oído tan fuerte el correr del agua. La nieve seguía cayendo lentamente. Las nubes seguían corriendo bajo la luna. Respiró el aire nocturno contemplando las filigranas que el vaho de su aliento dibujaba. Olía a madera mojada y a piedra. Y empezó a rodear la casa por el lado este. En dirección a la caserna de guardia.
…
La gran campana de bronce repicaba con energía llenando con sus ecos el aire helado de la noche.
Las pisadas del lancero resonaban en la madera fría del porche del jardín sur. Corría entre las sombras de la luna hacia el ala de invitados. Cuando vio caminando con paso distraído a Akayama Nobuhiro. Al llegar a su altura se detuvo ante él y le iluminó con la lámpara de papel que portaba. Incluso bajo el grueso ropaje, se notaban sus brazos nudosos.
– ¡Akayama–san[5]! ¿Qué hacéis aquí? Un asesino ha atacado al sobrino del chambelán.
– He sido yo, Inoue–san.
El lancero quedó en silencio. Inmóvil.
– Ve a buscar al jefe Kondo. Estaré en el jardín principal.
Se perdió en los ojos de Nobuhiro al oír estas palabras. Negros y silenciosos como una cueva vieja. Hasta que reaccionó como un soldado. Obedeciendo. Corrió por donde había venido hacia la caserna de guardia. Dejándole en silencio otra vez.
Siguió por el porche hasta rodear el ala este y salir al jardín principal. Antes de bajar al camino empedrado que sobresalía entre la escarcha deshelada con sal, observó el ajetreo en la puerta principal. Los faroles de papel que portaban los guardias pintaban de naranja las sombras mientras se dispersaban por todos los caminos que rodeaban la casa. Las luces que se perdían entre las sombras de aquellos árboles, cruzados como pinceladas de tinta hechas por una mano temblorosa en un lienzo de nieve, le recordaron el festival Bon[6]. Con las plegarias flotando río abajo en la negra superficie del agua al anochecer.
Bajó al jardín y se encaminó al puente principal con las llamadas a armas de la guardia y el tañido de la campana de fondo.
...
El jefe de guardia Kondo Masamura encabezaba el pelotón que rodeó al traidor. Más de veinte hombres se dispusieron a ambos lados del pequeño puente de madera roja donde permanecía en silencio observando el reflejo de la luna en el riachuelo que cruzaba los jardines.
Ordenó el alto a sus hombres y se adelantó por el puente unos pasos. Cuando llegó a una distancia prudencial se detuvo.
– Akayama Nobuhiro –su voz vieja y ronca cortó la noche–. ¿Es cierto? ¿Has confesado?
El traidor se giró hacia él sacando las manos de las mangas de su kimono lentamente. Todos los guardias aferraron sus lanzas. Uno de los hombres de la guardia personal del chambelán dio un paso al frente su mano en la empuñadura. Aún estaba lejos para alcanzarlo en un ataque. Nadie más se movió.
Nobuhiro sacó parsimoniosamente de su cinto el sable aún enfundado en su saya[7] con la mano derecha. Y lo ofreció al jefe Kondo con la mirada inerte.
El jefe relajó su gesto y retiró la mano izquierda de su sable. Le observó por un instante y recorrió los tres pasos que les separaban sobre la fría madera. Al coger el arma de sus manos vio que no tenía sageo.
– Nobuhiro–kun[8]. ¿Por qué? –susurró mientras observaba el trenzado añil de la empuñadura.
– Recordé un poema.
La mirada de Masamura preguntó por él.
La camelia en el suelo
ha vaciado de ayer
el aguacero
– De Buson –dijo al oírselo recitar.
Le miró tratando de ver más allá de sus palabras. Y solo encontró silencio. Pero entendió.
– Has hecho una dura elección. Sea pues como has decidido.
Miró a sus hombres que trataban de oír su conversación. Y les hizo un gesto para que se acercaran. Rápidamente les rodearon. Solo dos hombres armados pasaban a la vez por cada lado del puente.
– Viniste aquí por si no aceptábamos tu rendición –sonrió al ver su mueca–. Tengo que quitarte también el wakizashi. El chambelán querrá verte.
Nobuhiro sacó el sable corto del obi y lo entregó también. Le ataron con las manos a la espalda y le escoltaron hacia la casa.
Un cuervo graznó en lo alto de un pino.
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[1] Cordel de seda o algodón que sujeta la funda del sable largo al obi.
[2] Fajín o cinto ancho de seda enrollado varias veces en torno a la cintura. Sirve también para llevar utensilios entre los pliegues y sujetar los dos sables: largo (katana) y corto (wakizashi).
[3] Pantalón muy amplio con pliegues en el centro entre ambas perneras y un corte abierto a ambos lados de la cintura. Hoy en día se usa en kendo y artes marciales tradicionales.
[4] Calcetines de seda o algodón con el pulgar separado para calzar la sandalia.
[5] –san: sufijo añadido al nombre del interlocutor para denotar respeto. Equivale a un trato de usted. Usado con apellidos antes que nombres.
[6] Del 13 al 16 de julio. Festival para honrar a los ancestros. Al final de las fiestas se dejan flotando en los ríos pequeñas linternas de papel con mensajes escritos para iluminar el camino de los ancestros en su partida.
[7] Funda de madera lacada que aloja el filo del sable.
[8] –kun: sufijo amistoso o condescendiente. Usado entre amigos (hombres) o para con inferiores.
[1] Cordel de seda o algodón que sujeta la funda del sable largo al obi.
[2] Fajín o cinto ancho de seda enrollado varias veces en torno a la cintura. Sirve también para llevar utensilios entre los pliegues y sujetar los dos sables: largo (katana) y corto (wakizashi).
[3] Pantalón muy amplio con pliegues en el centro entre ambas perneras y un corte abierto a ambos lados de la cintura. Hoy en día se usa en kendo y artes marciales tradicionales.
[4] Calcetines de seda o algodón con el pulgar separado para calzar la sandalia.
[5] –san: sufijo añadido al nombre del interlocutor para denotar respeto. Equivale a un trato de usted. Usado con apellidos antes que nombres.
[6] Del 13 al 16 de julio. Festival para honrar a los ancestros. Al final de las fiestas se dejan flotando en los ríos pequeñas linternas de papel con mensajes escritos para iluminar el camino de los ancestros en su partida.
[7] Funda de madera lacada que aloja el filo del sable.
[8] –kun: sufijo amistoso o condescendiente. Usado entre amigos (hombres) o para con inferiores.
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