Akayama Nobuhiro permanecía arrodillado en silencio en la penumbra del silencioso pasillo de pulida madera rojiza. Las rodillas le empezaban a doler. La segunda guardia de la noche siempre se hacía larga. Había cambiado varias veces de postura. En breve acabaría su turno. Empezaba a tener sueño.
El parpadeo de las velas dentro de la habitación escapaba a través del terso papel de arroz de la shoji[1] a su espalda y desparramaba su sombra en la pared de enfrente.
Hacía mucho que el sobrino del chambelán guardaba silencio. Parecía dedicarse a la lectura desde que se retiró dama Umeko con su samisen[2].
Para no adormecerse, recitaba mentalmente viejos haiku[3] de Buson.
Relámpago
cae algo
rocío de cañas.
Algo se movió en el extremo iluminado del largo pasillo, a su derecha. Lo vio por el rabillo del ojo. Su mano izquierda ya estaba en el sable de su cintura. El pulgar en la guarda para desenvainar. Un rápido vistazo y supo que era dama Umeko. Volvía con alguien. Soltó el aire con lentitud y posó de nuevo la mano sobre la seda azulada de sus ropas. Corrigió su postura, algo encorvada por las horas. Hombros atrás. Vista al frente. Apretó las piernas y tensó varias veces los músculos para mover la sangre sin cambiar la postura y acabar con los aguijonazos de las articulaciones.
Se fueron acercando. Ella caminaba con tal suavidad que apenas se la oía posar los pies en la madera. Sujetaba una correa que mantenía tensa hasta el cuello de un niño que la seguía arrastrando los pies un paso por detrás. Las manos atadas a la espalda.
Cuando llegaron a la puerta que Nobuhiro guardaba se detuvieron. Ella le hizo una suave reverencia dejando que su suave perfume de peonías le acariciara con frialdad. Él, sin levantar la vista, correspondió el saludo desde su postura y por un instante, vio los ojos del niño. Abiertos hasta lo imposible. Sin pestañear. La mirada perdida en el suelo.
Llamó a la puerta con suavidad.
– ¿Si? –hasta su voz sonaba gruesa.
– Es Dama Umeko, señoría –le dijo al papel grisáceo.
– Hazla pasar.
Abrió la puerta corrediza con ligereza pero sin hacer ruido. La muchacha hizo de nuevo una reverencia suave, se quitó las sandalias lentamente y entró arrastrando al niño. Y mientras pasaban el umbral no pudo evitar observarle. Descalzo. Los pies sucios. La piel pálida. El pelo despeinado. Ropas viejas apenas le tapaban. Tendría 8 años. Quizá 9. Estaba tan delgado.
Un vistazo a la habitación y vio como el obeso funcionario separaba la mesita sobre la que había extendido un rollo de cuentas que caía al suelo de tatami. Su oronda cara se estiró en una sonrisa pálida por el maquillaje al ver al chico. Mientras Nobuhiro cerraba la puerta corrediza aún pudo ver entre el esbelto cuerpo arrodillado en reverencia de la muchacha y el niño que permanecía en pié inmóvil, cómo él se empezaba a despojar de sus vestiduras de seda bordada en hilo de oro.
El chasquido de la madera al cerrar la shoji sumió de nuevo el pasillo en el silencio. Giró sobre sus rodillas para volver a mirar al frente. Hombros atrás. Barbilla alta. Pero los sonidos del interior empezaron a flotar por el aire como el hedor de un cadáver metiéndosele en los huesos como la humedad de la mañana. Recordó otro poema.
Aguacero
mojada la garza
la grulla seca
Imaginó los ojos del niño mirándole a través del papel a su espalda.
Trató de concentrarse y respirar hondo. Pero el pasillo le parecía frío. Largo. Oscuro. Y el sonido de su propia respiración no era lo suficientemente fuerte. Un gemido. La voz ronca. Varios golpes en el suelo. Un quejido de mujer. Otro golpe sordo sobre las esteras de tatami. Intentó recordar más poemas. Pero solo oía sus propios latidos. Esperó oír un quejido, un llanto. Solo ruidos borrosos. Miró de nuevo la pared de enfrente. Y volvió a ver su sombra. Era un borrón difuso que temblaba. Docenas de voces en su cabeza se lo repitieron. Mil razones le ataban al suelo. Muchas palabras se mezclaron en su mente hasta llenarla. Sus manos tan apretadas que los nudillos blanqueaban.
Cerró los ojos. Y consiguió controlar su respiración.
…
Cuando abrió la shoji de un tirón entrando en la estancia sus manos ya aferraban el sable. La hoja tardó un parpadeo en salir y moder la carne grasienta y sudorosa.
Los gritos lo llenaron todo. Pero él por fin solo oía silencio.
Dama Umeko soltó las muñecas del niño y huyó hacia un rincón gritándole al rojo que salpicaba toda la estancia. Nobuhiro esparció con un gesto seco la sangre de su hoja y la envainó. Cogió el kimono de su señoría y cubrió al niño desnudo, que se hizo un ovillo en el suelo. Se arrodilló a su lado. Su mirada seguía perdida, los ojos tan abiertos, sin pestañear. Le cogió en brazos. Pesaba tan poco. Fue hacia la puerta. Fue entonces cuando oyó a la mujer que seguía gritando.
– Basta.
Ella se tapó la boca con las manos. Y les vio desaparecer en el negro del pasillo.
El parpadeo de las velas dentro de la habitación escapaba a través del terso papel de arroz de la shoji[1] a su espalda y desparramaba su sombra en la pared de enfrente.
Hacía mucho que el sobrino del chambelán guardaba silencio. Parecía dedicarse a la lectura desde que se retiró dama Umeko con su samisen[2].
Para no adormecerse, recitaba mentalmente viejos haiku[3] de Buson.
Relámpago
cae algo
rocío de cañas.
Algo se movió en el extremo iluminado del largo pasillo, a su derecha. Lo vio por el rabillo del ojo. Su mano izquierda ya estaba en el sable de su cintura. El pulgar en la guarda para desenvainar. Un rápido vistazo y supo que era dama Umeko. Volvía con alguien. Soltó el aire con lentitud y posó de nuevo la mano sobre la seda azulada de sus ropas. Corrigió su postura, algo encorvada por las horas. Hombros atrás. Vista al frente. Apretó las piernas y tensó varias veces los músculos para mover la sangre sin cambiar la postura y acabar con los aguijonazos de las articulaciones.
Se fueron acercando. Ella caminaba con tal suavidad que apenas se la oía posar los pies en la madera. Sujetaba una correa que mantenía tensa hasta el cuello de un niño que la seguía arrastrando los pies un paso por detrás. Las manos atadas a la espalda.
Cuando llegaron a la puerta que Nobuhiro guardaba se detuvieron. Ella le hizo una suave reverencia dejando que su suave perfume de peonías le acariciara con frialdad. Él, sin levantar la vista, correspondió el saludo desde su postura y por un instante, vio los ojos del niño. Abiertos hasta lo imposible. Sin pestañear. La mirada perdida en el suelo.
Llamó a la puerta con suavidad.
– ¿Si? –hasta su voz sonaba gruesa.
– Es Dama Umeko, señoría –le dijo al papel grisáceo.
– Hazla pasar.
Abrió la puerta corrediza con ligereza pero sin hacer ruido. La muchacha hizo de nuevo una reverencia suave, se quitó las sandalias lentamente y entró arrastrando al niño. Y mientras pasaban el umbral no pudo evitar observarle. Descalzo. Los pies sucios. La piel pálida. El pelo despeinado. Ropas viejas apenas le tapaban. Tendría 8 años. Quizá 9. Estaba tan delgado.
Un vistazo a la habitación y vio como el obeso funcionario separaba la mesita sobre la que había extendido un rollo de cuentas que caía al suelo de tatami. Su oronda cara se estiró en una sonrisa pálida por el maquillaje al ver al chico. Mientras Nobuhiro cerraba la puerta corrediza aún pudo ver entre el esbelto cuerpo arrodillado en reverencia de la muchacha y el niño que permanecía en pié inmóvil, cómo él se empezaba a despojar de sus vestiduras de seda bordada en hilo de oro.
El chasquido de la madera al cerrar la shoji sumió de nuevo el pasillo en el silencio. Giró sobre sus rodillas para volver a mirar al frente. Hombros atrás. Barbilla alta. Pero los sonidos del interior empezaron a flotar por el aire como el hedor de un cadáver metiéndosele en los huesos como la humedad de la mañana. Recordó otro poema.
Aguacero
mojada la garza
la grulla seca
Imaginó los ojos del niño mirándole a través del papel a su espalda.
Trató de concentrarse y respirar hondo. Pero el pasillo le parecía frío. Largo. Oscuro. Y el sonido de su propia respiración no era lo suficientemente fuerte. Un gemido. La voz ronca. Varios golpes en el suelo. Un quejido de mujer. Otro golpe sordo sobre las esteras de tatami. Intentó recordar más poemas. Pero solo oía sus propios latidos. Esperó oír un quejido, un llanto. Solo ruidos borrosos. Miró de nuevo la pared de enfrente. Y volvió a ver su sombra. Era un borrón difuso que temblaba. Docenas de voces en su cabeza se lo repitieron. Mil razones le ataban al suelo. Muchas palabras se mezclaron en su mente hasta llenarla. Sus manos tan apretadas que los nudillos blanqueaban.
Cerró los ojos. Y consiguió controlar su respiración.
…
Cuando abrió la shoji de un tirón entrando en la estancia sus manos ya aferraban el sable. La hoja tardó un parpadeo en salir y moder la carne grasienta y sudorosa.
Los gritos lo llenaron todo. Pero él por fin solo oía silencio.
Dama Umeko soltó las muñecas del niño y huyó hacia un rincón gritándole al rojo que salpicaba toda la estancia. Nobuhiro esparció con un gesto seco la sangre de su hoja y la envainó. Cogió el kimono de su señoría y cubrió al niño desnudo, que se hizo un ovillo en el suelo. Se arrodilló a su lado. Su mirada seguía perdida, los ojos tan abiertos, sin pestañear. Le cogió en brazos. Pesaba tan poco. Fue hacia la puerta. Fue entonces cuando oyó a la mujer que seguía gritando.
– Basta.
Ella se tapó la boca con las manos. Y les vio desaparecer en el negro del pasillo.
...
___
[1] Puerta corrediza de madera y papel.
[2] Instrumento similar a un banjo de tres cuerdas tocado con uñeta.
[3] Poemas sin rima de 7, 5 y 7 sílabas. Al traducirlos a veces se pierde la métrica.
[1] Puerta corrediza de madera y papel.
[2] Instrumento similar a un banjo de tres cuerdas tocado con uñeta.
[3] Poemas sin rima de 7, 5 y 7 sílabas. Al traducirlos a veces se pierde la métrica.
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