...
El sueño empezaba a cerrarle los ojos. Llevaba sentado varias horas en aquella habitación silenciosa. Las piernas cruzadas. Las manos a la espalda, atado con metros de cordel que le inmovilizaba el torso y los brazos con un sofisticado entramado. La llama dentro de la lámpara de papel apenas sobrevivía sobre un charco de cera fundida, pero aún proyectaba densas sombras en la estancia que bailaban dibujando su perfil encorvado contra las paredes de fino papel de arroz. Ecos superpuestos de pisadas en la madera del pasillo le despabilaron. Se giró para ver quién abría la shoji esta vez.
Cinco hombres irrumpieron en la estancia. Tres guardias de palacio con gruesas ropas de invierno. Nieve en sandalias y hombros. Las manos y la cara enrojecidas. Y dos de los yojinbo[1] del chambelán, impecables en sus kimonos violeta y negro de fina seda y sus sandalias nuevas. Se fijó en los tabi de interior que portaban. Siguió subiendo la mirada. Los sables al cinto. Mano en la guarda. El gesto plomizo. Peinado impecable. La frente recién rasurada. Al verlos mezclarse con los ateridos guardias no pudo evitar esbozar una sonrisa. Y el chambelán Matsumori Sinnichirô entró con parsimonia. Envuelto en sedas rojas y ocres. Intentando irradiar dignidad. Bajo el alto gorro negro de la corte, aún parecía más esférico.
– ¿Es él? –inquirió al jefe Kondo sin dignarse a mirar al asesino. Recibió un vago gesto como respuesta de entre las sombras que envolvían al jefe de guardia que había entrado discretamente en la estancia en último lugar.
Nobuhiro se fijó en cómo oscilaba su papada mientras sacaba de entre los pliegues de la fina chaqueta un pequeño abanico negro. Se le acercó y le levantó la barbilla con él. Apretaba los labios rechonchos y el entrecejo. Apenas tenía pelos en las cejas. Como su sobrino. Respiraba hondo. Resoplaba más bien. Miró los ojos del preso. Negros. Inmóviles.
– ¿Por qué has intentado matar a Oguromaro?
Silencio.
El chambelán bufó como un toro mientras se removía en sus vestiduras.
– ¡Ejecutadlo! ¡Quiero su cabeza!
Las manos de sus dos hombres aferraron sables. Nadie más se movió.
– Mi señor –interrumpió Kondo aproximándose con cautela entre la guardia–, un gesto tan poco medido no es propio de alguien de vuestra posición. Pensad en su señoría. Ô–Daimyô[2] regresará en breve. Y deberéis presentarle un informe –dejó que estas palabras flotaran unos instantes mientras se retorcía inquieto.
– ¿Y?
– Tal vez no vea con buenos ojos que se ejecute a uno de sus guardias sin las predisposiciones apropiadas para ello. Su señoría es muy escrupuloso en la observancia de la ley y la tradición, como bien sabéis –dijo mesando su espeso bigote gris.
Observó como el esférico burócrata miraba al reo y luego a él. Retorcía el abanico lacado entre sus dedos rechonchos. Le dio unos segundos más antes de proseguir.
– Además no sabemos por qué lo hizo. Tal vez sea un espía y no solo un traidor. Estoy seguro de que convendréis conmigo en que a su señoría le complacería averiguar la verdad detrás de este hombre.
Tras unos instantes con la boca entreabierta y el ceño fruncido, el chambelán se giró bruscamente con los ojos muy abiertos hacia Nobuhiro, que permanecía inerte sentado con las piernas cruzadas.
– ¿A quién te has vendido? ¿A los Hojo? ¿A Imagawa?
Él apartó su mirada hueca de aquella cara redonda y temblorosa y la dejó perderse entre las tenues sombras que bailaban alrededor de la vela. Estaba a punto de apagarse.
Matsumori temblaba enrojecido. Sus yojinbo esperaban una orden. Pero miraban a Kondo de soslayo.
– Señoría, calmaos por favor. Interrogar a un condenado es una tarea indigna de alguien de vuestra cuna. Os ruego me concedáis el honor de dejar ese trabajo en mis manos.
Dijo estas palabras dibujando una reverencia que hizo crujir la seda marrón de sus ropas. El chambelán vaciló. Daba pasos pequeñitos recorriendo la estera de tatami que le separaba del preso. Finalmente, con un gesto de asco, abandonó bufando la estancia seguido por los suyos.
Jefe Kondo esperó a que no se oyera crujir la madera del pasillo bajo sus pisadas. Ordenó salir a sus hombres, que se miraron algo sorprendidos antes de obedecer. Cerró la shoji suavemente y se arrodilló ante él. Seguía mirando la llama de la vela.
– Espero que no juzgues mis palabras por su dureza, Nobu-kun.
Se acercó a la ventana de madera y la entreabrió. Los primeros rayos de sol empezaban a derramarse por encima de los montes aún pintados de blanco. Respiró hondo y el aire del amanecer entró frío en su viejo pecho. Se volvió hacia él de nuevo.
– ¿Confiarás en mí una última vez?
En ese instante la vela se consumió. Y Nobuhiro le devolvió la mirada.
Cinco hombres irrumpieron en la estancia. Tres guardias de palacio con gruesas ropas de invierno. Nieve en sandalias y hombros. Las manos y la cara enrojecidas. Y dos de los yojinbo[1] del chambelán, impecables en sus kimonos violeta y negro de fina seda y sus sandalias nuevas. Se fijó en los tabi de interior que portaban. Siguió subiendo la mirada. Los sables al cinto. Mano en la guarda. El gesto plomizo. Peinado impecable. La frente recién rasurada. Al verlos mezclarse con los ateridos guardias no pudo evitar esbozar una sonrisa. Y el chambelán Matsumori Sinnichirô entró con parsimonia. Envuelto en sedas rojas y ocres. Intentando irradiar dignidad. Bajo el alto gorro negro de la corte, aún parecía más esférico.
– ¿Es él? –inquirió al jefe Kondo sin dignarse a mirar al asesino. Recibió un vago gesto como respuesta de entre las sombras que envolvían al jefe de guardia que había entrado discretamente en la estancia en último lugar.
Nobuhiro se fijó en cómo oscilaba su papada mientras sacaba de entre los pliegues de la fina chaqueta un pequeño abanico negro. Se le acercó y le levantó la barbilla con él. Apretaba los labios rechonchos y el entrecejo. Apenas tenía pelos en las cejas. Como su sobrino. Respiraba hondo. Resoplaba más bien. Miró los ojos del preso. Negros. Inmóviles.
– ¿Por qué has intentado matar a Oguromaro?
Silencio.
El chambelán bufó como un toro mientras se removía en sus vestiduras.
– ¡Ejecutadlo! ¡Quiero su cabeza!
Las manos de sus dos hombres aferraron sables. Nadie más se movió.
– Mi señor –interrumpió Kondo aproximándose con cautela entre la guardia–, un gesto tan poco medido no es propio de alguien de vuestra posición. Pensad en su señoría. Ô–Daimyô[2] regresará en breve. Y deberéis presentarle un informe –dejó que estas palabras flotaran unos instantes mientras se retorcía inquieto.
– ¿Y?
– Tal vez no vea con buenos ojos que se ejecute a uno de sus guardias sin las predisposiciones apropiadas para ello. Su señoría es muy escrupuloso en la observancia de la ley y la tradición, como bien sabéis –dijo mesando su espeso bigote gris.
Observó como el esférico burócrata miraba al reo y luego a él. Retorcía el abanico lacado entre sus dedos rechonchos. Le dio unos segundos más antes de proseguir.
– Además no sabemos por qué lo hizo. Tal vez sea un espía y no solo un traidor. Estoy seguro de que convendréis conmigo en que a su señoría le complacería averiguar la verdad detrás de este hombre.
Tras unos instantes con la boca entreabierta y el ceño fruncido, el chambelán se giró bruscamente con los ojos muy abiertos hacia Nobuhiro, que permanecía inerte sentado con las piernas cruzadas.
– ¿A quién te has vendido? ¿A los Hojo? ¿A Imagawa?
Él apartó su mirada hueca de aquella cara redonda y temblorosa y la dejó perderse entre las tenues sombras que bailaban alrededor de la vela. Estaba a punto de apagarse.
Matsumori temblaba enrojecido. Sus yojinbo esperaban una orden. Pero miraban a Kondo de soslayo.
– Señoría, calmaos por favor. Interrogar a un condenado es una tarea indigna de alguien de vuestra cuna. Os ruego me concedáis el honor de dejar ese trabajo en mis manos.
Dijo estas palabras dibujando una reverencia que hizo crujir la seda marrón de sus ropas. El chambelán vaciló. Daba pasos pequeñitos recorriendo la estera de tatami que le separaba del preso. Finalmente, con un gesto de asco, abandonó bufando la estancia seguido por los suyos.
Jefe Kondo esperó a que no se oyera crujir la madera del pasillo bajo sus pisadas. Ordenó salir a sus hombres, que se miraron algo sorprendidos antes de obedecer. Cerró la shoji suavemente y se arrodilló ante él. Seguía mirando la llama de la vela.
– Espero que no juzgues mis palabras por su dureza, Nobu-kun.
Se acercó a la ventana de madera y la entreabrió. Los primeros rayos de sol empezaban a derramarse por encima de los montes aún pintados de blanco. Respiró hondo y el aire del amanecer entró frío en su viejo pecho. Se volvió hacia él de nuevo.
– ¿Confiarás en mí una última vez?
En ese instante la vela se consumió. Y Nobuhiro le devolvió la mirada.
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