EL OLVIDO [26/10/2006]
–Perdón, tenéis cincuenta céntimos pa comprar una barra de pan. Llevo dos días sin comer.
Los chicos le miraron con asco.
–No tenemos nada.
No había expresión en su rostro. Solo cansancio.
Cuando se alejó de su banco arrastrando los pies por el andén de la estación con la cabeza gacha, uno de ellos le miró varias veces. Su amiga le hablaba pero no estaba escuchando.
–¿Dónde comprará pan a estas horas?
–¿Quién?
–Ese hombre.
–No sé. En algún 24 horas. Pero no me cambies de tema.
Le miró una última vez antes de subir al metro que entró en la estación con estruendo.
Sus amigos hablaban y reían. Iban de fiesta.
...
Notó como alguien se sentaba en el banco donde estaba durmiendo. Se giró bajo la raída manta. Le dolían las piernas y las lumbares. Como cada mañana. Abrió los ojos un poco. Vio una figura a contraluz. Le molestaba el reflejo del sol de la mañana en el edificio de enfrente.
Se incorporó. Era un chaval de veintipocos. Con vaqueros y cazadora. Llevaba un bocata envuelto en papel albal.
–Este es mi banco –gruñó.
El vaho de su aliento se desvaneció poco a poco. El chico se limitó a mirarle durante unos segundos. Luego se levantó dejando el bocadillo en el banco y se marchó sin mirar atrás.
Era de jamón serrano.
...
–Me gufta máfz el de quefzo –balbuceó con la boca llena.
–Hoy no tenían.
Sentados al sol, veían como las palomas de la plaza picoteaban las migas del suelo y revoloteaban al paso de la gente.
–Aunque el de chorizo también está bien.
El muchacho miró los árboles. Se mecían en la fría brisa de la mañana. Ya casi no tenían hojas.
–¿Vendrafz mañana?
–Si.
El hombre se quedó mirando al muchacho cuando se levantó y echó a andar hacia la boca del metro. Masticaba con ganas. Las migas caían por su barba canosa sobre su manta y al suelo. Una paloma intentaba acercarse a robarlas.
...
–Y entonces el astronauta español sale corriendo de la nave y grita: ¡por dios, una cerilla, por diooos! –dijo el chaval mientras le zarandeaba.
Estalló en carcajadas y casi se le cae el bocadillo.
Durante unos minutos rieron. Cada vez que se miraban les entraba la risa de nuevo. La gente se los quedaba mirando al pasar.
Acabó el bocadillo y se quedó pensativo.
–¿Por qué vienes?
El muchacho miró al suelo.
–¿Por qué estás en la calle?
Calló y se apretó bajo la manta. No dijo nada más. Ni cuando el chico se despidió.
...
Dio una vuelta por la plaza y recorrió las calles cercanas.
No había llovido. Debería estar en el banco. No sabía qué hacer con el bocadillo.
Se lo llevó.
...
Abrió la puerta del cajero. El hedor del alcohol que empapaba los cartones le dio náuseas.
–Despierta.
Un gruñido remolón salió de la maraña de arrugas de la vieja manta marrón con líneas rojas en los bordes.
–¿Dónde te habías metido? Me ha costado mucho encontrarte.
–¿Y quién ta dicho que me bujques? –balbuceaba.
Tiró de la manta.
–El banco abrirá de aquí a un rato y te echarán.
–¿Y qué? Déjame en paz.
–No. Levántate. Te he traído uno de queso hoy.
–¿Y? –gritó, incorporándose pesadamente y mirándole con los ojos muy abiertos –. ¿Esperas que te de las gracias?
Se puso de pié enfrentándose a él.
–¿Quién te crees que eres, niñato? ¿Mi amigo?
El muchacho retrocedió. Olía a alcohol y a basura.
–No, yo solo…
–¿Tú? ¿Tú qué, gilipollas?
–Yo solo te traía un bocata. Estaba preocupado, tanto tiempo.
–Tú vienes pa no sentirte mal –su mirada le atravesó. El chico tragó saliva y parpadeó varias veces –. Así que deja de joder la marrana y piérdete.
Dudó un instante. Le miró y vio un borracho que se tambaleaba y babeaba. Con los pantalones manchados de orines. Y que le daba la espalda para recoger sus cartones.
Salió del cajero. Miró atrás y le vio gesticular por entre los carteles de publicidad del acristalado, hablando solo.
...
Miró el bocadillo que llevaba en la mano envuelto en papel albal. Había olvidado los guantes y se le estaba quedando la mano helada. Cruzó la calle y comprobó que la puerta del cajero estaba cerrada por dentro. Él dormía. Una botella derramada de vodka asomaba bajo la manta.
Dejó el bocadillo en el suelo de la entrada y se fue. Como cada día.
...
Se topó con él al salir del metro. Con su gorra en la mano. Estaba sobrio. Se sentaron en su banco.
–Era banquero. Estaba casado. Tengo dos hijos.
Sacó unas fotos descoloridas y arrugadas de uno de los bolsillos de su chaquetón. Dos bebés.
–Ahora tienen tu edad más o menos.
El muchacho siguió en silencio.
–Perdí mi trabajo. Mi mujer me dejó porque bebía. Y porque encontró a otro. No encontré empleo. Mis amigos me dieron de lado. No podía ir con ellos a ningún sitio. Me quedé solo en una pensión. Me vine aquí esperando empezar de nuevo. Traté de olvidarme de todos. Y todos se olvidaron de mí. Hasta yo mismo.
Le miró.
–La calle es el olvido.
Cogió el bocadillo de su mano y empezó a desenvolverlo. Era de jamón serrano. Con lágrimas en los ojos volvió a mirar al chico.
–Y tú, ¿por qué vienes cada día?
Le dio un mordisco al bocadillo.
–Perdón, tenéis cincuenta céntimos pa comprar una barra de pan. Llevo dos días sin comer.
Los chicos le miraron con asco.
–No tenemos nada.
No había expresión en su rostro. Solo cansancio.
Cuando se alejó de su banco arrastrando los pies por el andén de la estación con la cabeza gacha, uno de ellos le miró varias veces. Su amiga le hablaba pero no estaba escuchando.
–¿Dónde comprará pan a estas horas?
–¿Quién?
–Ese hombre.
–No sé. En algún 24 horas. Pero no me cambies de tema.
Le miró una última vez antes de subir al metro que entró en la estación con estruendo.
Sus amigos hablaban y reían. Iban de fiesta.
...
Notó como alguien se sentaba en el banco donde estaba durmiendo. Se giró bajo la raída manta. Le dolían las piernas y las lumbares. Como cada mañana. Abrió los ojos un poco. Vio una figura a contraluz. Le molestaba el reflejo del sol de la mañana en el edificio de enfrente.
Se incorporó. Era un chaval de veintipocos. Con vaqueros y cazadora. Llevaba un bocata envuelto en papel albal.
–Este es mi banco –gruñó.
El vaho de su aliento se desvaneció poco a poco. El chico se limitó a mirarle durante unos segundos. Luego se levantó dejando el bocadillo en el banco y se marchó sin mirar atrás.
Era de jamón serrano.
...
–Me gufta máfz el de quefzo –balbuceó con la boca llena.
–Hoy no tenían.
Sentados al sol, veían como las palomas de la plaza picoteaban las migas del suelo y revoloteaban al paso de la gente.
–Aunque el de chorizo también está bien.
El muchacho miró los árboles. Se mecían en la fría brisa de la mañana. Ya casi no tenían hojas.
–¿Vendrafz mañana?
–Si.
El hombre se quedó mirando al muchacho cuando se levantó y echó a andar hacia la boca del metro. Masticaba con ganas. Las migas caían por su barba canosa sobre su manta y al suelo. Una paloma intentaba acercarse a robarlas.
...
–Y entonces el astronauta español sale corriendo de la nave y grita: ¡por dios, una cerilla, por diooos! –dijo el chaval mientras le zarandeaba.
Estalló en carcajadas y casi se le cae el bocadillo.
Durante unos minutos rieron. Cada vez que se miraban les entraba la risa de nuevo. La gente se los quedaba mirando al pasar.
Acabó el bocadillo y se quedó pensativo.
–¿Por qué vienes?
El muchacho miró al suelo.
–¿Por qué estás en la calle?
Calló y se apretó bajo la manta. No dijo nada más. Ni cuando el chico se despidió.
...
Dio una vuelta por la plaza y recorrió las calles cercanas.
No había llovido. Debería estar en el banco. No sabía qué hacer con el bocadillo.
Se lo llevó.
...
Abrió la puerta del cajero. El hedor del alcohol que empapaba los cartones le dio náuseas.
–Despierta.
Un gruñido remolón salió de la maraña de arrugas de la vieja manta marrón con líneas rojas en los bordes.
–¿Dónde te habías metido? Me ha costado mucho encontrarte.
–¿Y quién ta dicho que me bujques? –balbuceaba.
Tiró de la manta.
–El banco abrirá de aquí a un rato y te echarán.
–¿Y qué? Déjame en paz.
–No. Levántate. Te he traído uno de queso hoy.
–¿Y? –gritó, incorporándose pesadamente y mirándole con los ojos muy abiertos –. ¿Esperas que te de las gracias?
Se puso de pié enfrentándose a él.
–¿Quién te crees que eres, niñato? ¿Mi amigo?
El muchacho retrocedió. Olía a alcohol y a basura.
–No, yo solo…
–¿Tú? ¿Tú qué, gilipollas?
–Yo solo te traía un bocata. Estaba preocupado, tanto tiempo.
–Tú vienes pa no sentirte mal –su mirada le atravesó. El chico tragó saliva y parpadeó varias veces –. Así que deja de joder la marrana y piérdete.
Dudó un instante. Le miró y vio un borracho que se tambaleaba y babeaba. Con los pantalones manchados de orines. Y que le daba la espalda para recoger sus cartones.
Salió del cajero. Miró atrás y le vio gesticular por entre los carteles de publicidad del acristalado, hablando solo.
...
Miró el bocadillo que llevaba en la mano envuelto en papel albal. Había olvidado los guantes y se le estaba quedando la mano helada. Cruzó la calle y comprobó que la puerta del cajero estaba cerrada por dentro. Él dormía. Una botella derramada de vodka asomaba bajo la manta.
Dejó el bocadillo en el suelo de la entrada y se fue. Como cada día.
...
Se topó con él al salir del metro. Con su gorra en la mano. Estaba sobrio. Se sentaron en su banco.
–Era banquero. Estaba casado. Tengo dos hijos.
Sacó unas fotos descoloridas y arrugadas de uno de los bolsillos de su chaquetón. Dos bebés.
–Ahora tienen tu edad más o menos.
El muchacho siguió en silencio.
–Perdí mi trabajo. Mi mujer me dejó porque bebía. Y porque encontró a otro. No encontré empleo. Mis amigos me dieron de lado. No podía ir con ellos a ningún sitio. Me quedé solo en una pensión. Me vine aquí esperando empezar de nuevo. Traté de olvidarme de todos. Y todos se olvidaron de mí. Hasta yo mismo.
Le miró.
–La calle es el olvido.
Cogió el bocadillo de su mano y empezó a desenvolverlo. Era de jamón serrano. Con lágrimas en los ojos volvió a mirar al chico.
–Y tú, ¿por qué vienes cada día?
Le dio un mordisco al bocadillo.

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